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La primera es por tu culpa, la segunda por la mía.
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Ya de regreso, acercándonos a esa recta mágica con una leve pendiente donde, inexplicablemente, el diablo se cuela en la sangre y, como bestias descerebradas, comienza la escabechina por alcanzar la cima. Al 90% de tus posibilidades, ya en Z5, con los ojos clavados en el piñón que tienes delante, apenas puedes pensar en soltar el manillar para dar un aviso. ¡Qué gran momento para recordar que tienes manos!
¡Ahí! Ese es el instante que te define como «el bueno de la grupeta». Independientemente de si es posible esquivarlo, un simple gesto para que quien te precede se agarre con más fuerza al manillar puede ser la diferencia entre una victoria y un desastre inminente. Si, a pesar de todo, hay una caída, no será porque no señalaste el bache, sino porque, claro, el universo decidió que hoy era su día.
Y hablemos de la realidad: cuando el que llevas delante decide jugar al escondite con las señales y te tragas un bache, ya sea con o sin caída, pinchazo o reventón, te acuerdas de toda su familia y de sus antepasados. Te prometes que nunca más volverás a ponerte tras él, porque, claro, eso es lo que todos hacemos: juramos aprender de nuestros errores… hasta que se nos olvida.
Y, por supuesto, volverá a pasar. Con el tiempo, olvidarás el incidente y, como un pez que vuelve a su pecera, te encontrarás detrás de esa rueda otra vez. Hasta que, nuevamente, no hay aviso, bache, reventón, caída y pellejazo. Y en ese momento, pensarás para tus adentros: «Si es que me lo tengo merecido. Detrás de este no se puede ir, pero aquí estoy, como un tonto».
Nunca olvides que eres los ojos de quien va detrás de ti. Avisa, señala, grita o haz lo que te dé la gana, pero, por el amor de Dios, haz algo que alerte a quien te sigue. La seguridad en la carretera es responsabilidad compartida; un pequeño gesto puede marcar la diferencia entre una experiencia épica y un accidente digno de una película de terror.
Recuerda: Avisa si no quieres acabar tomándote la birra en el bar de enfrente.