El ciclismo siempre ha sido una parte esencial de mi vida. He disfrutado kilómetros en solitario, perdiéndome en mis pensamientos, y también he compartido risas y esfuerzo en grupetas que transformaban cualquier ruta en una experiencia inolvidable. Pero hubo una etapa, una etapa especial, en la que esta afición tomó un nuevo significado: cuando comencé a compartirla con alguien que no solo amaba, sino que también logré que amara el ciclismo.
Juntos exploramos casi todas las disciplinas, desde las rutas de montaña más exigentes hasta los paseos más sencillos, donde lo importante no era la distancia ni el desnivel, sino la compañía. Pero si tuviera que elegir un tipo de ruta que nos definiera, serían aquellas junto a la costa, bordeando la playa. No eran solo paseos, eran pequeños momentos de perfección: la brisa del mar acariciándonos el rostro, el sonido de las olas acompañando nuestras pedaladas, y esa sensación de libertad que solo el ciclismo puede ofrecer.
Recuerdo cómo, después de un ligero almuerzo, buscábamos la sombra de un árbol para tumbarnos boca arriba. Allí, con el crujir de las hojas bajo nuestras bicicletas y el susurro del viento moviendo las ramas, dejábamos que el cansancio nos llevara casi a la siesta. Eran momentos simples, pero tenían una magia que no puedo describir del todo; una magia que provenía, sobre todo, de la compañía.
Hoy, sin embargo, hice esa misma ruta, pero en solitario. Por razones que no voy a explicar aquí, ya no puedo compartirla con quien lo hacía antes. Y aunque el camino era el mismo, nada se sentía igual. La bicicleta parecía pesar toneladas, como si cada pedalada cargara con el peso de los recuerdos. Los neumáticos se hundían en la tierra como si fuera arena movediza, y avanzar se sentía casi imposible. Era como si el camino mismo se resistiera a ser recorrido sin ella.
Pasé por aquellos lugares que antes eran nuestros: el rincón donde nos tumbábamos, el árbol bajo el que descansábamos, el banco donde compartíamos risas y miradas cómplices. Y aunque el paisaje seguía siendo hermoso, se había transformado en algo completamente distinto. Hoy, esos lugares no eran refugios; eran heridas abiertas. Me tumbé boca arriba, como tantas veces lo hicimos juntos, pero al mirar de lado solo vi mi bicicleta, solitaria, sin otra al lado. La brisa que tanto disfrutaba ahora parecía un recordatorio cruel, y el susurro de las hojas, que antes me calmaba, hoy solo me hacía sentir su ausencia.
Hay lugares que ahora se han convertido en sendas prohibidas para mí. Rutas que antes me llenaban de alegría y que ahora no puedo recorrer sin que las lágrimas me nublen la vista. Sé que, con el tiempo, estas heridas sanarán, que volveré a disfrutar de esos caminos, pero hoy, todavía no puedo. Hoy, pasar por allí es como derramar lágrimas de sangre.
El ciclismo me ha enseñado muchas cosas a lo largo de los años. Me ha enseñado a perseverar, a enfrentar las subidas más duras, a disfrutar de las bajadas y a valorar cada kilómetro recorrido. Pero también me ha enseñado que hay momentos en los que simplemente necesitas parar, respirar y darte tiempo. Este es uno de esos momentos.
A quienes estén leyendo esto, quiero decirles algo: si alguna vez sienten que el peso de la vida es demasiado, que las rutas que antes recorrían con alegría ahora están llenas de dolor, no se culpen. Es normal. Todos tenemos nuestras “sendas prohibidas”, esos lugares que necesitamos evitar hasta que estemos listos para enfrentarlos de nuevo. Y eso está bien. Porque al igual que en el ciclismo, en la vida no importa cuán lento avances, siempre que sigas pedaleando.
¿Alguna vez has tenido una ruta que, por motivos emocionales, se convirtió en un lugar difícil de recorrer? Me encantaría leer tus experiencias en los comentarios. Al final, todos los ciclistas sabemos que, aunque las subidas sean duras, siempre hay una cima esperando.